A pesar de mi indiferencia hacia los animales no humanos, demasiados gatos, perros, jerbos y canarios se han cruzado en mi vida. Al principio de los tiempos, cuando Hija Mayor era una niña, quería tener una mascota y ante mi negativa, terminamos negociando con un canario (Ringo Star, siempre estarás en nuestro recuerdo…).
Unos años después aparecieron una serie de jerbos. Más adelante, mi (ex) cónyuge, que adora los perros, venció mi resistencia de los últimos quince años y compró una schnauzer mini. Cuando nos divorciamos la tenencia de la perra me fue adjudicada en forma automática. Al principio la veía como otro de los problemas que me había dejado el divorcio, pero con el tiempo terminó siendo una especie de media hija más. Con la indudable ventaja de que cuando te molesta, la echás sin preocuparte del trauma que le puedas causar.
El úlimo Jueves Santo, paseando por el Parque Centenario, nos cruzamos con una chica que había encontrado una caja con cuatro o cinco gatitos abandonados. Tenían pocos días y todavía tenían los ojos cerrados. Estaba tratando de que alguien se los llevara y me conmovió su desesperación. Terminamos llevándonos al más chiquito. Estuvimos toda Semana Santa alimentando al gatito con leche especial y una jeringa. Lo llevamos al veterinario y lo manteníamos con una bolsa de agua caliente. Sin embargo, la madrugada del lunes se pescó una infección respiratoria, mi hija lo vio mal, lo llevamos a una guardia a las tres de la mañana y falleció a las siete.
Aunque sabíamos que el gatito tenía pocas posibilidades de sobrevida cuando lo adoptamos, su muerte fue traumática para mis hijas, así que impusimos una nueva regla: «Nada de gatos lactantes». O dicho de otra manera, solo gatos con alta probabilidad de sobrevida.
Y así fue como, hace unos días llegó a casa Gato Genérico. Hace tan poco que lo tenemos que todavía no tiene nombre. Un amigo de Hija Mayor lo encontró en la calle, cariñoso pero esquelético y no teniendo más lugar en la casa entre sus gatos, perros y cacatúas, nos lo ofreció.
Gato Genérico llegó a mi casa, la exploró, peleándose varias veces con mi perra durante el proceso y se dirigió la cama de Hija Mayor, quien lo acogió con gusto. Pero, ¡ay! no todos somos tan amantes de las mascotas. Cuando entró en mi habitación y se subió a mi silla, en forma firme le dije «NO, esa es MI silla» y lo bajé. Se volvió a subir y lo bajé. Se volvió a subir y lo bajé. Se volvió a subir y lo bajé. Terminé por pensar que de todos modos, solo era la silla donde apoyo la ropa. Le puse una toalla vieja y lo dejé ahí.
Sin embargo, al parecer, la silla no era el objetivo final de Gato Genérico.
Inmediatamente, saltó a mi cama. Le dije NO y lo bajé.
Inmediatamente, saltó a mi cama. Le dije NO y lo bajé.
Inmediatamente, saltó a mi cama. Le dije NO y lo bajé.
Inmediatamente, saltó a mi cama. Le dije NO y lo bajé.
Inmediatamente, saltó a mi cama. Le dije NO y lo bajé.
Inmediatamente, saltó a mi cama. Le dije NO y lo bajé.
Inmediatamente, saltó a mi cama. Le dije NO y lo bajé.
Inmediatamente, saltó a mi cama. Le dije NO y lo bajé.
Inmediatamente, saltó a mi cama. Le dije NO y lo bajé.
Inmediatamente, saltó a mi cama. Le dije NO y lo bajé.
Lo devolví por enésima vez a la silla y le dije: «¿No te podés quedar en TU silla?
Hija Mayor, que había escuchado todo el espisodio desde su cuarto, me replica divertida: «¿Desde cuando es SU silla?